Miré por la ventana y me despedí de mi ciudad, de nuestra ciudad. Aún nadie se creía lo que nos esperaba; el viaje de fin de estudios, al fin. Parecía mentira que fuésemos nosotros los que se iban. Nosotros éramos los mayores. Las horas comenzaban a pasar y el paisaje era el único cambio constante. No sabíamos lo que nos esperaba ni cuanto faltaba, pero íbamos con ganas, con energía e ilusión de descubrir, compartir y vivir; vivir como si no hubiera un mañana.
Antes de lo esperado llegamos a Múnich con las espaldas doloridas, pero con una enorme sonrisa que nadie nos podía quitar; la cosa solo acababa de empezar. El albergue fue el primer lugar al que llegamos. Allí nos separamos en grupos y corrimos a ocupar nuestras habitaciones. Nuestra planta estaba llena de jóvenes de otros lugares: americanos, alemanes, austríacas… con los que nos encontrabamos casi todas las mañanas en el desayuno y todas las noches en la discoteca.
Los primeros cuatro días dieron mucho de sí. No paramos ni un momento y estabamos cansados, sí, pero era ese tipo de cansancio que te reconforta. Ese cansancio que te ayuda a dormir como un rey sin importar el lugar.
No sólo fuimos a los lugares turísticos como Marienplatz o la catedral, también visitamos el Olympiapark, el concesionario de BMW o varios museos de arte y ein NS-Dokumentationszentrum.
Una visita que nos impactó a todos fue la del campo (KZ-Gedenkstätte) de Dachau. Supongo que la realidad fue como un jarro de agua fría. Lo que llegas a imaginar gracias a libros de texto y clases de historia apenas se acercaba a lo que vimos y sentimos en aquel lugar. Las risas desparecieron por un par de horas y hasta los mas “graciosillos” supieron guardarse las bromas para otro momento. Las impresiones fueron muy variadas, había gente muy interesada con curiosidad de conocer mas campos y otros no se sacaban la imagen de la cabeza y miraban asqueados el lugar considerando haber visto suficiente.
Todos los días empezamos con uno de esos desayunos que llenan con solo mirarlos: panecillos, queso, mantequilla, yogures, zumo, té, café, leche, cereales, mermelada, Nutella, mortadela… Las opciones eran variadas, por eso la sensación de hambre no fue muy frecuente en nuestros estómagos. Con tantas salchichas, cervezas y patatas casi olvidamos la comida de nuestras queridas madres, por no hablar de la de nuestras abuelas. Las comidas eran de lo mas inesperadas. Dependiendo del tiempo, bien hacíamos un picnic en los jardines ingleses, bien íbamos en pequeños grupos a diferentes locales. Otros días nos disponíamos a comer todos juntos intentado averiguar qué estabamos pidiendo.
Irnos de München nos dio mucha pena. Lo habíamos pasado en grande y ya casi sentíamos conocer la ciudad.
Pero el viaje mereció la pena, el Schloss Neuschwanstein realmente parecía de ensueño y el camino a Bregenz fue mas breve de lo esperado entre películas, cartas y canciones.